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Tres mil pucheros para el Santo Potajero

● Polo Fuertes ►Martes, 3 de abril de 2012 a las 9:01 Comentarios desactivados


Casi piso los recuerdos, añoranzas y fantasías de mi historia. Primero, siendo un chaval lleno de curiosidad. Y después, con esa misma curiosidad, puesta en las gradas de mi profesión periodística. Podía haber echado mano de libros y documentos, que los hay, para llegar al final a la misma conclusión: la exquisitez del potaje de garbanzos con arroz y bacalao, a la vera de la iglesia de las Angustias y del Santo Potajero.

Tendría seis o siete años, cuando escuché la cantinela, un Miércoles Santo, al salir de la escuela de Don Ricardo (en aquellos años, las vacaciones de Semana Santa eran el Jueves y Viernes Santo y pare usted de contar): “Santo Potajero, / lléname el puchero, / llénamelo más / que está por la mitad”. Era pegadiza la música, casi rapera, y facilona de letra. Una pandilla de chicos desarrapados entonaba la canción, a la puerta de la sacristía del pequeño templo, acompañando el ritmo a golpe de cuchara contra cazuelas de barro, o viejos cacharros de aluminio, traídos por nuestros padres del frente y de la guerra que hacía unos años había terminado en España. “Santo Potajero, / lléname el puchero, / llénamelo más / que está por la mitad”.

Había que ver qué era todo aquello. Por eso, junto con mi buen amigo Quique Java, que además era el hijo del ‘amo’ de la ermita, me colé en el patio, donde unas cuantas tarteras de cobre chorreaban humo y buenos olores, completamente distintos de los que despedía en mi casa el tradicional cocido. Allí me enteré qué era el potaje, que el Santo Potajero ofrecía a los pobres de La Bañeza. Entonces pensé, algo me tocará, porque mi padre y mi madre lo repetían muy a menudo el estado de pobreza en el que vivíamos. Aunque no tan desarrapados como los que cantaban en la calle lo de “Santo Potajero…”. En la mano de Quique Java aparecieron un par de cazuelas, en las que por primera vez, tendría seis o siete años, probé el potaje del Santo Potajero.

Casi con el pecado de la gula por bandera, arrebañamos la cazuela de garbanzos con arroz, camino de una tajada de bacalao, en una banqueta de la sacristía, hasta que miré hacia arriba y vi al Cristo de las ‘enagüillas’. Un Cristo negro que daba más miedo que angustia, mirando nuestro pecado de gula, aunque arropado por el calor y el cariño de una mujer, la señora Angélica, a la que después yo llamé en mis crónicas, el Ángel del Potajero.

Pocos años fui cofrade de las Angustias, porque Dios me llamó por otros caminos, y cambié la túnica y la corona de esparto por la sotana y el roquete de monaguillo de la parroquia de Santa María, única parroquia que entonces funcionaba en La Bañeza, hasta mi marcha a un colegio-seminario de Salamanca. Era un estadio superior, en el que sustituíamos los pasos por ciriales y la cruz procesional y el “perdona tu pueblo Señor…” por latinajos del calibre de “ad Deum qui laetificat juventutem meam”.

Durante varios años fui principio o fin de todas las procesiones. Unas veces con los ciriales y otras, de acólito de compañía de capas pluviales al final de los cortejos. Pero rara fue la ocasión, en mis años de monago, que no asistiese a la procesión de la Buena Muerte (“por tu Santísima Muerte, dainos señor buena muerte”, se cantaba a la par que se rezaba el Rosario). Para después, probar una cazuela de potaje que siempre me guardaba la señora Angélica, y echar un vistazo al Cristo de la Enagüillas, en lo más alto de la sacristía. Fueron años que marcaron mi religiosidad en la liturgia de Semana Santa. Unos ritos, en los que sólo estaba a gusto en la tarde del Santo Potajero y en los primeros albores del Sábado de Resurrección, cuando el oficiante empezaba a gritar (más que cantar) la estrofa clave: “Lumen Cristi”, y nosotros los acólitos contestábamos: “Deo Gratias”, procesionando hacía la luz del cirio pascual.

Por eso, no es de extrañar, que ya de periodista en activo, uno de mis primeros reportajes para La Crónica de León fuese el potaje y el Santo Potajero. Fue allá por la primavera de 1987. Al iniciarse la Semana Santa, me entrevisté con el juez de la cofradía, David González, para hacer un el potaje del Santo Potajero. Aquellos primeros y ancestrales repartos del potaje a los doce pobres, a los arrimados y a los presos de la cárcel se habían convertido en una avalancha de personal que, a la vera de la ermita de Nuestra Señora de las Angustias, hacía cola, cantando la eterna canción de “Santo Potajero, / lléname el puchero, / llénamelo más / que está por la mitad”.

Fueron días vividos entre una pléyade de ayudantes de cocina que a las órdenes de David, y la atenta mirada de su madre, la señora Angélica, fui viviendo todos los pasos que conlleva esta tradición. Desde el desalado del bacalao, en los días precedentes, hasta la echada de aguas de kilos y kilos de garbanzos a remojo. El acopio de arroz, aceite, ajos, puerros, frutas, pastas y todos los aderezos que esta comilona conlleva. La madrugada del Miércoles Santo, prendiendo las hogueras que servirían después de rescoldo a las enormes cacerolas traídas del cuartel de Astorga, mientras algunas chispas de nieve intentaban (sin conseguirlo) apagar el entusiasmo de cocineros y ayudantes, mitigadas con una copa de orujo y unas pastas para disimular. No faltaba tampoco un personaje de mi niñez a la cita, el Cristo de las enagüillas, colgado en una de las paredes de la sacristía.

Fuego lento y arrobas de cariño eran las normas a seguir en la preparación del condumio. Una espera, en la que todos me daban datos y aportaciones, a la vez que la cámara del fotógrafo disparaba y disparaba el objetivo para la posterior información. Tiempos monótonos de cocción en los que empecé a conocer otras historias alrededor de la cofradía o del santo Patrón del potaje. Una talla preciosa del siglo XVII, a la que le habían incorporado una melena ofrecida como ex voto por una devota. Una talla articulada que, en tiempos sirvió para recrear las imágenes de casi toda la Pasión, desde el Nazareno en la que ahora ha quedado encuadrado, a la del Crucificado y hasta puede que del Cristo Yaciente.

Precisamente, del actual Cristo Yaciente, también articulado para celebrar la crucifixión y el desenclavo (recién rescatado del baúl de los olvidos), me contaba la señora Angélica, entre sollozos de emoción, cómo su cabellera era la una hija suya, muerta en plena juventud.

Y comenzaba el reparto del potaje, sin parar el canto monótono y potajero, a cerca de 2.000 ‘pobres’ aquel año (en esta edición pueden superar los 3.000), en un trasiego de cazuelas y cucharas. Hacía frío, pero apenas se notaba. Después, ese reparto se repetiría a las autoridades, cabildo de la cofradía nazarena y cocineros, ya más templado. A los postres, con café y todo, aparecieron los cobres de las chapas, para echar unas volanderas al aire, con las cruces para abajo o las caras mirando al cielo (y viceversa, que es un juego sin envite y de locos escolingues), según se estrellaban contra las baldosas del suelo, en un intento de sacar unas perras para la cofradía.

En el camerino, la sacristía de la ermita resonaban constantemente el tintinear de las perras pardas, como repartiendo los despojos del Crucificado, pensé yo. Y me hizo mirar al viejo Cristo negro de las enagüillas, como si exclamase entre suspiros: “Perdónales, Señor, que no saben lo que hacen”. En la calle ya habían parado los últimos arrebaños de cazuelas y cucharas. Sólo alguna estrofa del “llénamelo más / que está por la mitad”, hacía la digestión del ágape potajero.

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