Ni-ni. Se denomina así a la generación de jóvenes entre 16 y 24 años que ni estudian ni trabajan. Los ni-nis, como les denominó algún sociólogo inspirado y como han repetido los medios hasta el hartazgo, representan el 15 por ciento de los chicos entre esas edades. El 15 por ciento. Más allá de la salvajada de la cifra, no sé si son conscientes de los efectos perversos que tiene muchas veces el lenguaje. Los que si lo saben son los medios, que los usan con una belicosidad atroz.
Si recuerdan los tiempos del colegio, recordarán también que el más guay de la clase siempre ponía apodos a los demás. Generalmente hirientes y humillantes. El resto le reía las gracias. En parte por miedo a ser tachado con un mote aun más vil y en parte porque reírse del peor parado siempre colocaba a uno alguna posición por encima. Ese mismo juego reduccionista y cruel, propio de un niñato, es el que utilizan los medios sin otro objetivo que la irresponsable arrogancia. Con todas las consecuencias que ello acarrea.
Digo reduccionista o simplista porque los medios, en su afán de ponernos las cosas más sencillas a veces parecen tomarnos por gilipollas.
El término ni-ni esconde una realidad social terrible para nuestro país. Parece muy mezquino (sobre todo en los tiempos que corren) meter en el mismo saco al adolescente vago y al licenciado/graduado al que aun no han dado la oportunidad de trabajar porque el mercado laboral está realmente jodido. Pero sí, es más mediático llamarlos a todos ni-nis y hacer del fenómeno un burdo reality al estilo Gran Hermano pero a rebosar de testosterona. Absurdo.
Luego los políticos se confunden (y de ahí el motivo de mi entrada de hoy) y se apuntan a este mal uso. Ayer en una tertulia escuché hablar a uno. Escupía el término ni-ni como si le diera asco sólo pronunciarlo. A lo mejor, el politicucho en cuestión debiera recordar que la cifra, ese 15, no va en disonancia con el 9,77 por ciento de gente en edad de trabajar (y aquí ya no hablamos de jóvenes), que no lo hacen. Claro, a lo mejor lo que tenemos todos es un problema de valores, un problema de voluntad y de interés. Eso nadie lo discute. Pero además tenemos un problema económico de cojones, que no se nos olvide. A mí siempre me lo decían, «no mezcles tocino y velocidad».