Alto ahí, que nadie me pida la receta, si es que la había, porque fue para el otro mundo con mi madre. Y es que mi madre era una de las más prestigiosas confiteras de la ciudad, allá por los años treinta del pasado siglo. En el obrador de don Conrado Blanco León se preparaban los más dulzones melindres, de la mano de aquel confitero y poeta, que antes marcaba los versos que preparaba las masas. Porque la poesía y el obrador pastelero siempre fueron primos carnales.
Tuvo buen maestro mi madre. Maestro de dulces y cariños que cuando dejó el obrador para casarse, al finalizar la guerra incivil, mi madre siguió asistiendo a la trastienda de don Conrado y doña Julia, aunque sólo fuera para no olvidar aquellos postres de repostería sin fin que, después, cuando empezaron a llegar los chicos, o sea, nosotros, siguió la amistad y el cariño eternos. Era un truco más para pasar aquellos años de hambre y desolación.
Pero no me pidáis la receta de la mermelada de remolacha porque, a parte de ser un negado para figones y tarteras, sólo puse interés en probar las delicias que hacía mamá sobre la mesa camilla de aquella cocina de la calle Astorga donde nos criamos los tres hermanos mayores. Sé que tenía remolacha, que le echaba azúcar y que luego se inventaba unos pastelillos de hojaldre, que tenían figuras diversas.
Lo cierto es que me viene a la memoria esta repostería casera, porque está a punto de iniciarse la campaña azucarera en nuestra ciudad. Y volverán los olores a pulpa mojada, a jarabe dulzón y a otras indelecias que ahora conlleva esta campaña.
Pero yo camino unos cuantos años atrás, cuando los cuarenta del pasado siglo estaban pintando sus postrimerías. Eran años de carros tirados por bueyes y caballerías, que patinaban sus herraduras sobre el adoquinado de la calle Astorga. Y en ese patinaje de resbaletes, era cuando nosotros podíamos hacernos con la materia prima de la mermelada de remolacha, arramplando con algunas de las raíces que caían de aquellos carros desvencijados.
Las remolachas no eran tan enormes como las de ahora. Apenas cuarto y mitad y vas que chutas. Pero suficiente para hacer una molienda, camino de una enorme olla de hierro fundido que perpetuaría después sobre la cocina de carbón, la cocienda y los desespumados constantes que mi madre practicaba para que la mermelada quedara lo más pura posible.
Eran tiempos de miseria, pero también de imaginación. Con aquella remolacha que habías guindado de un carro que ranqueaba por los adoquines de la calle Astorga, cuya fechoría casi ni había que confesarla; un pequeño puñado de azúcar y después una masa trabajada con el rodillo hasta hojaldrarla primorosamente, se hacían unos pasteles que valían de postre y también para merendar.
Pero todo esto son batallitas de un setentón que vivió varios años en la calle Astorga y le vienen a la memoria, en estas fechas, aquellas aventuras culinarias que compartíamos con mamá, alrededor de la mesa camilla, haciendo pasteles y melindres caseros, pero con mucho sabor comercial. Además, los caminos de la remolacha han cambiado, así como el transporte. Y aquellas setenta u ochenta toneladas de campaña, se han convertido en casi un millón. Aunque este año hayan mermado la mitad por causa de la tardanza en la siembra. Nunca llueve a gusto de todos.