En Valderas los obreros secundaron el lunes la huelga para volver la mayoría el martes al trabajo (excepto los ocupados en la reparación de las calles, que lo harán el día 14), animados por las noticias que les llegan de los disturbios de otras zonas y de las más cercanas, Veguellina de Órbigo entre ellas, donde la revuelta alcanzó graves cotas y “más se sintieron los horrores de la huelga revolucionaria”. Fue allí “víctima de un criminal atentado una pareja de la Guardia Civil cuando en la noche del domingo, día 10, se dirigía desarmada al cuartel del pueblo. Un grupo de desconocidos agredió a tiros por la espalda (ya a las puertas del recinto) a los guardias José Muñiz Alcoba y Manuel Guerra Martínez, presentando el primero 14 heridas de bala y 6 el segundo. El estado del uno era gravísimo, y menos grave el del otro. Ambos fueron trasladados en una ambulancia de la Diputación al sanatorio del doctor José Eguiagaray, en León, y habían mejorado ya bastante el día 16 (fecha en que lo narra El Adelanto, en un número “sometido a la previa censura”, como dispone el estado de alarma decretado, aunque los dos quedarán inútiles para el servicio, se dirá más adelante). Se practicaron algunas detenciones, después de que los rebeldes hicieran explotar varios cartuchos de dinamita y cortaran los hilos del telégrafo, teléfono y alumbrado, levantando algunos trozos de la vía férrea, y siendo milagroso que no se produjera una catástrofe a la llegada del expreso de Madrid” a aquella estación de ferrocarril, en la que trabajaría desde 1935 como factor Emilio Sanmiguel Herrero, padre de Lorenzo Sanmiguel Martínez, que tendría años después un marcado protagonismo en la guerrilla leonesa, encabezando una partida (la de “Martínez”), y sobre todo en la red de espionaje tramada en el norte peninsular y organizada por la Embajada inglesa con vistas a proveer a los Aliados de una alternativa en España al desembarco en Normandía de junio de 1944, lo que de haberse llegado a realizar hubiera cambiado radicalmente en nuestro país el curso de su historia.
Se dirá en El Combate el 23 de diciembre que “cuando los revolucionarios levantaron los raíles del tren en las estaciones de León y Veguellina cortaron al propio tiempo los alambres del disco para evitar el descarrilamiento de los trenes, pues al no poder dar con tal disco vía libre aquellos pararían, como sucedió, haciendo imposible el descarrilamiento,… aunque diga la ‘buena prensa’ (la católica y conservadora) que confundieron los cables del telégrafo (que van por arriba) con los del disco (que van a ras de tierra)”.
Cuando desde El Diario de León se cargue contra los derrotados revoltosos de octubre de 1934, se dirá el 17 de diciembre que “en la memoria de todos está en Veguellina la revolución de diciembre de 1933, en que la fábrica azucarera estuvo a punto de ser volada con la consiguiente ruina de un centenar de pueblos agrícolas; la Guardia Civil, en sanguinario asedio, se salvó de la muerte por milagro; levantados fueron los raíles del Ferrocarril del Norte con el fin de que perecieran los viajeros del exprés gallego; cortada la línea de Telégrafos y Teléfonos, y derribada la gigantesca red eléctrica de la empresa Fuerzas Motrices del Valle del Luna”, aunque nada se dijo sobre ello (tampoco sobre el derribo del tendido eléctrico) en ninguna publicación entonces, en los días de aquella algarada revolucionaria, y nada se dirá el 14 de marzo de 1935 cuando el mismo diario informe del Consejo de Guerra en el que se juzgarán aquellos hechos.
Aquellos hechos sediciosos se achacan desde el semanario bañezano a “los obreros engañados por las predicaciones sangrientas de los jefes anarquistas y socialistas” (aunque los últimos no hubieran tenido participación en ellos y se hubiera tratado de una revuelta de perfil netamente libertario), algo que vendría a formar parte años después de los diversos mitos extendidos y sostenidos por los sublevados: el de que las víctimas de su represión habían sido embaucados por las ideas disolventes traídas a unas sociedades tradicionales, armónicas y pacíficas por gentes de fuera, como los forasteros, “cuatro pillos lenines comunistoides y socialeros –casi todos extranjis- que han laborado los últimos dos años y medio con engaño, huelgas, alboroto y división, explotando al pobre pueblo bañezano”, como dirá el clérigo regente que firma K-Vernícola en sus ediciones del 25 de noviembre y del 2 y 9 de diciembre, en una siembra de burla, desprestigio y odio en la que la publicación persistía, y que, convenientemente alimentados, producirían en pocos años resultados cainitas e inciviles.
Lo sucedido en Veguellina de Órbigo y en otros lugares había sido la explosión de conflictos fortuitos en los lugares en los que había militancia anarcosindicalista, coincidente con los puntos álgidos de agitación laboral, sindical y social, en acciones mayoritariamente aisladas entre ellas y sin más nexo de unión que ser la manifestación externa del descontento desesperanzado de las clases político-sociales menos favorecidas por la República; una revuelta con más rabia que ideas; un antagonismo que no es más que un frustrado intento de radicalización que ya preludia el resquebrajamiento de la sociedad en bloques enemigos y que parece indicar que en León los gobernantes, los revolucionarios y los militares ya están tomando partido antes del 18 de julio de 1936.
En la noche del martes, día 12 de diciembre, se presentaban al juez de Astorga, señor Duque, tres individuos (a quienes perseguía la Benemérita), presuntos autores de los bárbaros sucesos de Veguellina, los sindicalistas Casimiro Riesco y Manuel Martín, de Hospital de Órbigo, y Leopoldo Mielgo, de Puente de Órbigo, que ingresaban de inmediato en la cárcel en calidad de incomunicados. En la misma fecha era detenido por la Guardia Civil e ingresado también en la astorgana Prisión del Partido Antonio Peña Gallego, de Veguellina, y se ordenaba la detención de Miguel González Álvarez (“Sindi”), y de Agustín Arias Rey, a los que se acusaba de agresión. En la siguiente, día 13, dirá el rotativo leonés La Democracia que “el orden es completo en la capital y en la provincia, dándose por sofocado en su totalidad el movimiento, pues éste era el único foco que quedaba en toda España”.
De inmediato se aplicó sobre los insurgentes la represión que la ley y el estado de alarma establecían, y ya el día 14 pasaban a considerarse hechos de guerra los realizados por la fuerza pública al reducir a los intervinientes en los últimos sucesos, cuando los insurrectos aún merodean y cometen desmanes en los pueblos altos del Bierzo y llegaban a León al medio día, en dos autobuses y custodiados por guardias de Asalto, 21 detenidos de Fabero y Villafranca para ser recluidos en su cárcel por no haber sitio en las de aquellos pueblos. Al día siguiente se traslada a 16 a la prisión de Sahagún, y a la de Astorga se envían otros tantos (además de los 37 escoltados desde Bembibre el mismo día), al tiempo que el gobernador civil impone 32 multas de 10.000 pesetas (o el arresto subsidiario por dos meses en caso de insolvencia, que era el de la mayoría) a igual número de principales promotores, dirigentes y organizadores del movimiento revolucionario, además de otra de 500 al coadjutor de Santa María del Páramo, Antonio Sotillo Sanromán, “por enseñar y obligar a los niños de la catequesis a cantar canciones con la música de la marcha real” (se le levantaría la sanción a finales de enero de 1934, pues aquellos cánticos –a la Virgen- se hacían sin estar presente el sacerdote).
Del libro LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas -Valduerna, Valdería, Vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras localidades provinciales -León y Astorga-, de 1808 a 1936), publicado en 2013 en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González. (Más información en www.jiminiegos36.com)