La casualidad quiso que cuando me disponía a escribir este artículo, se cumplían 150 años del nacimiento de Valle Inclán, creador del esperpento; un palabrejo que el diccionario de la RAE define como ‘persona, cosa o situación grotesca o estrafalaria’ y que el dramaturgo gallego utilizaba para hacer una crítica satírica a la sociedad, en palabras de ‘andar por casa’. Una introducción a mi rollo que nada tiene que ver con la obra del genial poeta.
Quería yo decir que –a mi modo de ver– esta costumbre/celebración/fiesta o nosequé es bastante grotesca y antiestética. Quizás yo sea la rara, porque no me gusta Halloween, pero he de decir, sin arrugarme lo más mínimo y con permiso de don Ramón, que esta celebración me parece un esperpento y no pienso endulzar la afirmación ni dejarme convencer por ningún adepto a la moda importada del otro lado del Atlántico.
Cada año por estas fechas sigo tropezándome con multitud de disfraces, maquillajes y demás aderezos en los que la belleza está ausente para celebrar algo que nada tiene que ver con la fiesta que celebramos aquí: el día de Todos los Santos. Creo que para hacer una fiesta y comer golosinas no hace falta excusa y si son de las que por su aspecto apetitoso entran por el ojo… Pero no es el caso; Halloween es todo lo contrario. Es curioso que vivamos buscando la perfección y nos dejemos llevar tan fácilmente por la versión macabra de la belleza.
Hace unos días me encontré en internet una asquerosa versión de la tarta Red Velvet, clavada por un cuchillo y denominada ‘Tarta sangrienta’ para celebrar la “noche más terrorífica”, amén de todo tipo de recetas de aspecto nauseabundo con las que intentan aderezar el momento. Lo siento, pero yo soy más de dejarme conquistar por lo bonito y, aunque la nueva repostería trate de eclipsar a los tradicionales buñuelos, sigo admirando la hermosura y el sabor de las cremas y masas de toda la vida.