La amistad es un sentimiento que trasciende otros lazos aparentemente más fuertes. Uno no sabe muy bien cómo nace la amistad en los juegos de la infancia, en la efervescente adolescencia, en la plenitud de la vida. Llega, y cuando es auténtica, se queda para toda la vida.
¿Qué tenía Fernando Manzano para ser tan querido por todos sus amigos? Sin duda su autenticidad, su buen hacer, su sonrisa, su palabra amable, sus desvelos y sus alegrías por el éxito de los demás.
¿Qué tenía aquel muchacho de Barrillos de Curueño que se hizo bañezano de adopción hace ya muchos años, para que ayer cuando nos enteramos de su muerte, a todos sus muchos amigos se nos partiera el alma?
¿Qué tenía aquel joven abogado que cambio la toga por el vetusto mostrador de la ferretería familiar?
Era mucho más que una buena persona. Tenía el alma tan grande que era capaz de acogernos a todos. Su oficio, el verdadero, era el de conversador de guardia, al que muchos amigos acudíamos cada día en busca de consejo. Además de vender puntas y tornillos, regalaba sonrisas, comentarios, sabiduría, palabras y apoyo, un poco como si fuera nuestro entrenador personal para ser buenas personas.
Tus cultas palabras eran medicina, tu sencillez ejemplo, tu sabiduría nuestro cuaderno de bitácora. Eras otrora como la ferretería donde ejercías tu magisterio, como tu aspecto quevedesco sacado de una de tus novelas favoritas, como tu labia de abogado que vende tornillos y regala consejos.
Ahora, amigo del alma, ya eres vencejo que surcas el aire. Has cambiado tu céntrica esquina por la inmensidad del cielo. Nos has dejado sin tu frase amiga. Ahora tendremos que interpretar tus vuelos, leerte en tus libros preferidos, sentir que estás cerca aunque no estés, amigo.
Por eso inevitable acude Miguel Hernández a nuestro encuentro, en ese último verso de su Elegía que tan bien conocías.
“A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero”