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El advenimiento de la República en Madrid en 1931 según un testigo bañezano

● IBAÑEZA.ES ►Lunes, 13 de enero de 2014 a las 9:56 Comentarios desactivados


La proclamación de la Segunda República produjo una fuerte conmoción colectiva y tuvo una profunda significación popular. Se tenía la sensación de que con su llegada se harían realidad rápidamente cambios sociales largo tiempo esperados. Contó la República con una evidente adhesión popular, pero los protagonistas del nuevo régimen fueron los representantes de unas clases medias urbanas insertas en la tradición de una izquierda liberal, herederas del pensamiento ilustrado y de la mentalidad reformadora de la ILE y el movimiento regeneracionista popular. Para estos políticos de talante profesoral la reforma y la regeneración de la sociedad española de 1931,  eminentemente rural y con un elevado grado de analfabetismo, solo era posible a través de la educación y la cultura. Pero desde los comienzos de su andadura, la República vio como las iniciativas de reforma, más o menos acertadas, de sus gobernantes se veían obstaculizadas por privilegios seculares, intereses económicos, y marcadas diferencias ideológicas y de clase.

Mientras tanto, el primer día de la nueva era republicana España fue una fiesta, y en palabras de quien sería el primer presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, abogado brillante, terrateniente liberal, católico practicante, monárquico decepcionado, finalmente republicano a machamartillo y político equidistante en un tiempo malo para moderaciones, “la revolución fue tan pacífica y la multitud tan noble que la última noche de la familia destronada en Palacio no ofreció peligro ni sobresalto”. Un día aquel –no sé si vivido o soñado- (diría Antonio Machado al conmemorar su aniversario en 1937, con la traición y la guerra ya desatadas) en que unos cuantos hombres honrados llegaban al poder sin haberlo deseado, acaso sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación, con la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente la más honda razón de ser de todo gobierno; y estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes.

Documento de febrero de 1934 de un anuncio dirigido a los bañezanos sobre una conferencia en el Teatro Seoanez dirigida a mujeres y a trabajadores. / Archivo de José Cabañas

El 14 de abril de 1931, el joven periodista Josep Pla desembarcó en Madrid. Nada más apearse del tren el escritor catalán pudo asistir, en el transcurso de unas pocas horas, al desplome silencioso de la monarquía y al sorpresivo advenimiento de la Segunda República española, cuyo transcurso y detalles fue anotando en su dietario, hora a hora y día a día: sucesos, personajes, noticias, impresiones, encuentros… A las doce del mediodía Fernando de los Ríos vaticina optimista que, antes de dos años, la República se implantará en España. A las cuatro de la tarde, la bandera republicana asciende lentamente por el mástil del Palacio de Comunicaciones, pero, como no hay viento, la tela cae y solo pueden verse los dos viejos colores conocidos (el morado se esconde entre los pliegues). De la inicial perplejidad, cuenta Pla, se pasa al entusiasmo.

La multitud avanza, calle de Alcalá arriba, hacia la Puerta del Sol. Los comerciantes retiran de sus tiendas, más o menos discretamente, cualquier símbolo que los relacione con la Monarquía. Ya no hay proveedores de la Casa Real. En el Hotel Príncipe de Asturias, en la Carrera de San Jerónimo, la bandera republicana cubre la palabra “Príncipe”. El establecimiento se ha convertido en un instante en “Hotel de Asturias”. Suena la Marsellesa. Suena el Himno de Riego. Suena la Internacional. Suenan vivas y mueras y todo adquiere un aire, dice Pla, “de verbena triunfante”. Los funcionarios y las clases altas ven con indiferencia el espectáculo. Ni la aristocracia -que lo debe todo a la monarquía- ni el Ejército, que sirvió tantas veces de justificación a las instituciones reales, ni las familias ligadas, por tantas razones, al Estado, han dado señales de vida. En los círculos monárquicos, sigue explicando Pla, “se ha dado como un campeonato para ver cuál izaba antes la bandera republicana”.

Los ciudadanos de a pie confraternizaban en las calles en medio de la efervescencia política, el júbilo y los bailes populares… Los cronistas aluden incluso a un clima magnífico: olía a primavera opulenta y a libertad recién conquistada. “Los observadores forasteros manifestaron su asombro ante un cambio de régimen tan unánime, plácido, sin efusiones de sangre, pacífico…”, tanto, que no fue precisa la declaración del estado de guerra que el gobierno dimisionario tenía prevenida (y llegó a disponer) y cuyo bando  fue publicado por El Sol el día 15.

Sobre los acontecimientos vividos aquellos días en Madrid, el 21 de abril le narraba el bañezano Vicente Fernández Alonso, farmacéutico establecido en la calle Serrano 84 y Padilla1, en carta a su amigo José Marcos de Segovia, como la ciudad “está como si nada hubiese pasado y parece imposible que una transición tan grave y tan brusca, además de inesperada, se haya hecho sin derramamiento de sangre. El pueblo soberano ha sido un asombro de formalidad, pues a pesar de la aglomeración nunca vista, las borracheras y la alegría algo inconsciente del gentío, no hubo más desperfectos que los de la estatua de Felipe IV. En la madrugada del domingo apareció la Cibeles con los brazos rotos, pero esta salvajada no puede achacarse a los revolucionarios; se cree que han sido los seguidores del demente Albiñana (los legionarios de su monárquico y ultraderechista Partido Nacionalista Español) con objeto de producir indignación en la burguesía”. A tal tránsito había él contribuido, “siendo interventor en uno de los colegios electorales más difíciles (el de su señorial barrio de Salamanca), pero así y todo sacamos 31 votos de mayoría, cosa asombrosa donde más del 50% de los electores son millonarios”.

Después de la victoria electoral sería don Vicente enviado a la Prisión Modelo madrileña por la esposa del zamorano Ángel Galarza Gago (radical socialista partícipe en el Pacto de San Sebastián y preso con los miembros del republicano Comité Revolucionario) el día en que éste quedó libre, y con él pasó allí unas horas, y ya en los primeros días de la República intentaba hacer valer sus influencias en Madrid el farmacéutico de origen bañezano, apoyado en “su muy buena amistad con Galarza y con Miguel Maura y Fernando de los Ríos”, y aprovechando la ocasión de ser Álvaro de Albornoz ministro de Fomento y subsecretario en aquel ministerio Félix Gordón Ordás, leoneses ambos, para interceder por la terminación de “la carretera esa que empieza en Nogarejas y termina en un puente, paralizada porque a ella se oponen en Zamora”, confiado en que “podrán salir las obras a subasta en cuanto se consolide la República”, lo que satisfará al cura de Monbuey, “pues allí están interesadísimos en tener la carretera, y en realidad la necesitan”, expone quien seguiría siendo en los años republicanos entusiasta de la República social y de la causa de los trabajadores y de los desposeídos, convencido propagador del socialismo, y eficaz colaborador de la izquierda bañezana en sus inquietudes y pretensiones de progreso (al que también contribuían sus hermanos Carlos y Eumenio, desde su farmacia el primero y su comercio de múltiples productos el segundo, ambos en la bañezana calle del Reloj).

Del libro LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas -Valduerna, Valdería, Vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras de la provincia, de 1808 a 1936), recientemente publicado en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González. (Más información en www.jiminiegos36.com)

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