Prosiguió en el siglo XX la guerra marroquí iniciada en 1859, “cuando España alzó banderas contra el moro” (de las iniciales campañas de aquel año y el siguiente sobrevivió el bañezano José Monroy Santos, honrado como héroe “pensionado de supervivencia” a la altura de 1916), y que tantas aprensiones y temores suscitó entre tantas generaciones de quintos sorteados y en sus familias (todavía apesadumbradas en la década de los sesenta cuando al mozo le tocaba “pa África”), y lo hizo entre escasos triunfos como Alhucemas y sonados desastres como los del Barranco del Lobo en julio de 1909 y Annual en el mismo mes de 1921, en medio de un sistema de reclutamiento que permitía a los pudientes, privilegiados, y clases acomodadas quedar exentos, rescatados, de la incorporación a filas (en 1912 se estableció el Servicio militar obligatorio, aunque persistió el privilegio de los soldados de cuota, los que mediante pago gozaban de contribuir con una prestación aligerada y reducida al solo periodo de instrucción durante seis meses), o ser sustituidos mediante el abono de un canon, que era de 6.000 reales en 1910 y de 2.000 pesetas en 1916, cantidades que desde luego no estaban al alcance del pueblo, habida cuenta que el sustento diario de un trabajador ascendía entonces a unos 10 reales -2,50 pesetas-, y que la economía de la época contaba con una muy escasa circulación dineraria, por lo que generalmente los menos acomodados eran prófugos o se autolesionaban y los adinerados se redimían o sustituían por otro mozo al amparo de las posibilidades ofrecidas por la ley.
Además, la mayor parte de los reservistas eran pobres campesinos y obreros cuyos intereses nada tenían que ver con los que se ventilaban en la contienda, padres de familia en las que la única fuente de ingresos era el trabajo de éstos. Mientras, los hijos de los ricos compraban al vástago de un trabajador para que ocupara su plaza en África, lo que con profusión y acierto era denominado en el periodo como trata de blancos. En La Bañeza en 1916 pudo permitirse tal discriminatorio privilegio el recluta Julián Fernández de la Poza, al que al inicio de aquel año solicitaban de la Caja de Recluta de Astorga “la presentación de la carta de pago de la cuota militar”, al igual que Odón Alonso González y José Cabo Valenciano en 1921.
Eran formas de eludir la “contribución de sangre” la “redención a metálico” (primero y desde 1836), además de la “sustitución personal” después, y otras exenciones (cambiar un número bajo por otro alto en el sorteo), así como las que originaron el negocio de los Seguros de Quintas que florecieron a su costa, en unos tiempos en los que las frecuentes guerras hacían de la prestación del Servicio militar un importante riesgo aun en el caso de volver de ellas con vida.
Ya en 1819 Pascual Martínez Fuertes, acaudalado de Boisán, había contratado con Joaquina Mielgo y su hijo Miguel López Mielgo, del mismo pueblo, para que éste sirva a la Patria como sustituto que reemplazará como soldado a su hijo Francisco Martínez Martínez (apodado Cuarentavacas), pagándole 10.000 reales -2.500 pesetas-, un precio elevado según los contratos similares que regían aquellos años (en Santa Marina del Rey se pagaban entre 5.000 y 6.000 reales), seguramente no menos que el riesgo que debió de afrontar el reclutado, que se encontró de pleno con la sublevación del general Riego y fue quizá llevado a América, en aquellos años tan revueltos en España y en sus posesiones de ultramar. La esposa del entonces sustituido contrataría en 1855 con Tiburcio Otero, de Villalibre de Somoza, por 4.000 reales, la sustitución de su hijo Santiago Martínez Criado (en lo que parece que era ya una costumbre famliar).
En 1847 Juan Martínez, de Jiménez de Jamuz, sustituía por 4.200 reales (“o afianzando el doble”) la suerte de soldado de su hijo Cayetano. En 1856 la viuda Agustina Vidales, del mismo pueblo, libra a su hijo Mateo Vidal Vidales “que sostenía la labranza en la familia” y había obtenido el primer número en el sorteo, cambiándolo con el del mozo Agustín López, de Villanueva de Jamuz, “exento de cupo” al sortear (solo se reclutaba a la quinta parte de los integrantes del reemplazo, y de ello venía lo de quinto), pero que servirá en su lugar los 8 años entonces establecidos y al que entregará 1.000 reales al año siguiente y un traje completo cuando se licencie. En 1858 Ambrosio Peñín sustituye a su hijo Antonio por Antonio González, de Quintana y Congosto, al que paga 5.500 reales. Felipe Pérez, de Tabuyuelo de Jamuz, se cambia por 3.000 pesetas en 1863 por el hijo del amo con el que estaba de criado para ser alistado en vez de aquel por otros tres después de haber servido ya tres años en África. El confitero bañezano Manuel Fernández Centeno halla en 1878 sustituto para su hijo Manuel en el jiminiego Jacinto García Sanjuán, al que paga 6.500 reales, y en el mismo año y por 6.600 Inocencio Santamaría Vivas, de Jiménez de Jamuz, sustituye a su hijo Pablo Santamaría Fuertes, al que necesita en los trabajos alfareros, por un mozo de 22 años de Posada de la Valduerna.
Y si cierto fuera lo que la bañezana Josefina Alonso Ruiz nos dice que oyó contar siempre en su casa, rescatado habría sido también, a la altura de 1820 y con el dinero que para ello le prestara su bisabuelo, el que llegaría a ser oficial del Ejército y perseguido liberal, además de afamado relojero londinense, José Rodríguez Losada (constructor en 1866 del reloj enclavado en la madrileña Puerta del Sol), que años después enviaba a su benefactor un reloj de oro (que aún conserva la familia) en agradecimiento por su ayuda.
Del libro LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas -Valduerna, Valdería, Vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras de la provincia, de 1808 a 1936), recientemente publicado en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González. (Más información en www.jiminiegos36.com)