Cuento de navidad con un poco de retraso
Había llenado el coche de gasolina a la salida de Madrid. Era media tarde y mi intención y mi deseo llegar a casa para celebrar la cena de año viejo, después de casi tres semanas de curso intensivo, para aprender a regular los cuatro carburadores en línea, de un Seat 124 sport, que ponía el motor a 5.000 revoluciones, a poco que tocaras el eje que unía los cuatro carburadores.
Tras llenar el depósito. Entré en la cafetería de la estación de servicio, a tomar un café. Después me senté en mi Seat 124 azul celeste y comencé mi andadura de 303 kilómetros para llegar a La Bañeza. En el cielo se dibujaban nubes preñadas de nieve, sobre el puerto del León (en aquel entonces no existían los túneles que, previo pago abusivo, te quitan de resbalar por las roderas de nieve que habían hecho algunos camiones al pasar con nieve recién caída.
Fue una odisea llegar al alto del León en la Nacional VI y se avecinaban nuevas aventuras por las cuestonas del oeste del puerto, a poco que no te cruzaras con la Guardia Civil de Tráfico. Tuve suerte, no vi ningún uniforme hasta llegar a Arévalo que, ya sin nieve en la calzada, me pararon para preguntarme cómo estaba el puerto (las comunicaciones en aquellos últimos años de la década de los ochenta del pasado siglo, dejaban todavía mucho que desear, y más en los organismos pobres de la Administración, como siembre ha sido el cuerpo benemérito).
Les conté que se estaba poniendo muy mal, pero que había aprovechado las roderas de los camiones para poder salvar el puerto. Para compensar que había rodado lo peor de mi viaje, entré a tomar otro café en un bar de carretera y a evacuar mi vejiga. Fue entonces cuando comprobé que no traía la cartera. El conato de drama me paralizó la micción. Volver atrás era imposible de todo punto. La barrera de la nieve me ponía en el brete de olvidarme de las diez u oncemil pesetas que tenía en la cartera y de los carnés de conducir y de identidad. Quizá quedó en el mostrador del bar de la estación de servicio. Quizá se me cayó cuando entré en el coche. Quizá…
No había más solución que seguir adelante con todas las consecuencias. Al fin y al cabo el depósito estaba lleno y era suficiente para llegar a casa. La cartera y el dinero ya se sustituirían en los días sucesivos.
El viaje fue tranquilo, escuchando villancicos por la radio, o poniendo la pieza más codiciada de mi hija la menor, como era una cinta del radiocasset de Las Grecas, a pesar de que tanto a su hermana la mayor, como a su hermano les reventaban las palabrejas cales con las que estaban compuestas las estrofas.
A la salida de Benavente comenzó de nuevo a nevar. Había que apretar un poco más el acelerador, para poder llegar a La Bañeza con la seguridad debida. Pero la nevada era persistente y casi a paladas. En la cuesta de Valle me hizo el coche la primera cabriola. Tranquilo, Polo, tranquilo, que todavía son las nueve de la noche.
Pero la nieve era tozuda como una mula, cayendo sin desparpajo. El coche jugaba a cruzar la carretera, mientras que por el carril de enfrente los posibles competidores se habían quedado en casa, que era donde mejor se estaba. Nieve, nieve y más nieve. Estaba rodeado de nieve en la soledad de la carretera, cuando llegué, por intuición, a San Martín de Torres. Fue como si se me abriera el cielo, porque estaba a apenas tres kilómetros de mi casa.
Seguí adelante. Es un decir. Hasta que bajando la cuesta del ‘Parador’, el 124 se cansó de jugar con la nueve y se estrelló en una cuneta en la que la nueve no había hecho bien sus deberes. Bajé del coche y comencé a andar hacía mi casa. En mis oídos seguían sonando la los sones de las Grecas, mientras me sacudía en el portal el abrigo y las botas, que olían a frío: “Testoy amandu locamente, pero no sé cuandu te lo vo a decir”. El resto entra dentro de mi privacidad. Sólo decir que la cartera estaba al día siguiente entre los dos asientos de adelante del coche, debajo del freno de mano.