José Cruz Cabo
Yo inicié el trato con Antonio Martín Toral y con su hermano Manolo, con motivo de comenzar a dar publicidad de las películas de la semana, en “El Adelanto Bañezano”, en los años sesenta y setenta. Una vez a la semana, cuando los contratos de las películas estaban ultimados, me presentaba en la oficina de su fábrica de harinas, donde hoy está la Oficina de Turismo, para que me dieran la relación de las películas a proyectar en la semana siguiente, comenzando el sábado.
Poco a poco fui conociendo a Antonio Martín Toral, que me asombró por sus grandes conocimientos culturales, por su gran sencillez y amabilidad, y sobre todo por su gran generosidad y caridad. Era un empresario vocacional y conocía el mundo de la empresa y las finanzas a fondo. Era un profesional como la copa de un pino, pero sobre todo era un ser humano excepcional, porque muchas veces estando yo en la oficina, llegaba alguien a pedir una limosna y a nadie se le decía que no, todos llevaban algo, a parte de lo que ayudaban sin que su mano izquierda supiera lo que hacía su derecha. Era un hombre de una gran capacidad intelectual, pero al mismo tiempo era una persona profundamente cristiana y lo demostró en múltiples ocasiones.
Yo llegaba a la oficina y Carlos, el contable que tenían de muchos años, me daba la relación de las películas y cuando ya las tenía y me iba a levantar, para marcharme, siempre me decía Antonio, no tengas prisa, espera un poco más, y entonces nos poníamos a charlar de los avatares de la política, de la economía, de geografía, de historia, de lo que saliera en la conversación, que solía durar alrededor de una hora. Cuando yo cogí confianza con los dos hermanos, le decía a Antonio que me acordaba mucho de su noviazgo, ya que la que fue después su mujer, vivía en la calle Padre Miguélez, por donde yo siendo un chaval y un joven andaba mucho, y por las noches les veía a ambos en el portal de la casa charlando, en aquellos años, las expresiones de cariño no se podían dar en la calle, y que la gente comentaba que eran el príncipe y la cenicienta, porque él era de familia rica, como se decía entonces, y ella era una costurera, que vivía, con sus otras dos hermanas, de vestir a las mujeres. Antonio se reía porque decía “Yo cuando la conocí me gustó, la quise, y no me fijé en nada más que en sus virtudes, y además he sido profundamente feliz con ella”.
Me contaba los problemas que tuvo que vencer en los años cuarenta, para conseguir construir el Cine Salamanca, dado que el hierro era por cupo y podían ponerte pegas y no dejártelo comprar, por lo que tenías que buscar amigos influyentes que te facilitaran la compra. Algunos veranos coincidíamos en el monte, cuando yo salía de trabajar en verano, porque en una de esas tardes nos hicimos amigos de una asturiana que solía estar sola en el monte y todos los días que podíamos, mi esposa y yo, ibamos a acompañarla sobre las seis y media de la tarde. Allí me encontré con ellos varias veces, juntamente con sus inseparables amigos, Pedro Escudero y Francisco Ferreiro. Allí hablábamos de todo y disfrutábamos de la naturaleza y de los buenos olores del campo, mientras hacíamos piernas y comentábamos todas las noticias que surgían tanto a nivel nacional y mundial, como local. La conversación de Antonio era de profundas convicciones y nunca se alteraba por nada, aunque no estuviera de acuerdo, él los desacuerdos los solucionaba hablando e intentando convencer a su interlocutor.
Fueron muchas las conversaciones que mantuvimos y a través de ellas pude apreciar lo mucho que amaba a nuestra y su ciudad, de los esfuerzos que hizo por hacerla más conocida, del arduo trabajo que realizó para mantener abiertas tanto la fábrica de harinas como el Cine Salamanca, pero los años no perdonan y aunque al morir Antonio, siguió su hermano Manolo, ayudado por la familia de Marcelo Toral Pascua, primos carnales, al final hubo que cerrar la fábrica de harinas y posteriormente el grandioso Cine Salamanca, orgullo de nuestra ciudad durante muchos años.