Sonado fue en su tiempo el asalto del que en la noche del 26 de octubre de 1908 fue objeto en la casa rectoral de Jiménez de Jamuz el que desde 1881 era su párroco, don Pablo García Lorenzana, después de que hubiera ido a La Bañeza a cambiar sus monedas, ya que “se iniciaba el reinado del nuevo monarca Alfonso XIII y el correspondiente ministerio retiraba el dinero antiguo y acuñaba un nuevo metálico” (en realidad se retiraban los falsos, pero mejores, duros sevillanos, que tenían más cantidad de plata que los legales, caso insólito en la historia de las falsificaciones de dinero, y que llegaron a ser más del tres por ciento de los que circulaban). Regresando al pueblo, al pasar por el fielato situado junto a las vías férreas de la Compañía del Oeste, algunos bañezanos que allí se hallaban se percataron de que los dineros tintineaban en las alforjas de su cabalgadura, y pocos días después, con nocturnidad y alevosía, se adentraron en su domicilio maniatando y golpeando al cura y a su ama de llaves y sobrina (Salomé García Lorenzana, desposada en 1887 con Pedro Rubio Cadierno), la cual pudo soltarse de sus ataduras y escapar avisando a un vecino que alertó a los demás del lugar a toque de campanas, lo que hizo que abandonaran el intento de robo y huyeran los ladrones. Apresados al poco los asaltantes, reconocidos en careo por el párroco, fueron procesados y condenados por la justicia a las penas pertinentes. El sacerdote falleció poco después del suceso, a los 72 años, víctima del trauma y de los golpes recibidos.
Así narra lo sucedido Pedro Alonso Álvarez, y Porfirio Gordón y Javier Tomé nos brindan mayor detalle y nos ofrecen nuevos datos del que se conoció entonces como el crimen del cura de Jiménez, “un fogonazo de atavismo cavernario que causó conmoción en una comarca de natural tranquila y afable como era la nuestra”: el botín de los malhechores fue un billete de 100 pesetas, una moneda de oro de 25 y 7 pesetas más en calderilla, además de otras 6.000 en billetes que el clérigo escondía en una pared de la cuadra, un revólver, una navaja y un reloj de plata, y se detuvo unos días más tarde como autores de los violentos hechos a Eduardo Cancelas Rebordinos (bañezano y guarda jurado de La Venatoria; resultaría exculpado), José González Morla (jornalero de 55 años y vecino de Saludes de Castroponce), Eusebio Vicente (hojalatero de 24 años de edad) y Leopoldo Centeno (de 26 años, “aspecto simpático y lenguaje escogido”), todos ellos “reputados como jaraneros y entusiastas de la vida perdularia”, resultando a la postre condenados los tres últimos en mayo de 1910 en la Audiencia Provincial por un Tribunal del jurado (“nombrado entre los habitantes de todos los pueblos del partido, 20 por cabezas de familia y 16 por capacidades”) a casi siete años de prisión (se habían solicitado para los acusados sendas penas de muerte y 4.000 pesetas de indemnización) tras un proceso por robo y homicidio seguido por numeroso público, al que prestó su atención toda la prensa de la época, y en el que formaron parte de los cuatro abogados defensores el leonés Francisco Roa de la Vega y el bañezano Julio Fernández y Fernández Núñez.
Más de cincuenta testigos fueron citados al juicio, entre ellos los jiminiegos Felipe Sanjuán, Bonifacio Cabañas, Martín Álvarez y Severina Morán. Se condenó indirectamente por causa de aquel crimen a otras dos personas: Dominica, hija de José González, y Josefa María, hermana de Eduardo Cancelas, la primera por amenazas al escribano, Arsenio Fernández de Cabo, que intervino en el sumario, y por calumnias la segunda, al acusar a otras personas del asalto y muerte del cura de Jiménez, un episodio que vino a resultar de autoría nada clara y sobre el que ya antes del juicio se habían suscitado muchas dudas, surgiendo posibles implicaciones en el mismo de los apodados “el Chato” y “el Andarín” en el transcurso de la vista, y añadiendo incluso la habladuría popular a los nombres de los que se inculpó y no fueron procesados el de algún jiminiego que después se embarcaría para América.
Altercados, alborotos, protestas y riñas se dieron y continuaron produciéndose a lo largo de los años. No en demasía, según dejaron consignado cronistas como Pascual Madoz, que señala haberse acusado de delitos a 83 personas en el partido judicial en 1843 (resultaron penados 55 de ellas, 21 por homicidio o heridas), o Menas Alonso Llamas, quien afirma que en el último tercio del siglo XIX durante las estaciones en las que faltaba el trabajo los caminos se infestaban de jornaleros en paro que se dedicaban a mendigar, los que no a robar, siendo frecuentes las raterías y asesinatos, cometiéndose en el partido bañezano anualmente cien delitos, mientras que al final de los años veinte no llegan a treinta (por causa del riego muchos de ellos, una tradicional conflictividad que se seguiría dando en los años posteriores en torno a un bien tan imprescindible y no abundante como el agua en las primarias economías campesinas), aunque “asustan los instrumentos homicidas, lo mismo de uso lícito que ilícito”, y son escasos contra la propiedad, ya que es raro el aldeano sin trabajo aunque la población se ha duplicado, sin duda por el clima en general benigno y por la existencia de arbolado, “que influye en apagar los ímpetus sanguinarios y pendencieros, según la moderna criminología”.
Desde luego nunca se dieron aquí situaciones como las del sur del país, donde las vidas de tantos campesinos sin tierras, casi esclavos, eran una lucha constante contra el hambre y el abuso sistemático contra los desamparados hizo endémica la violencia en aquella sociedad rural tan deprimida, aunque si llegaron a producirse altercados y alteraciones del orden público relacionadas con la propiedad colectiva de la tierra, como los de desobediencia civil de 1928 en Nogarejas al roturar los vecinos sin autorización el monte de la Chana, que hubieron de pacificarse con intervención de la Guardia Civil, del párroco y del presidente de la Junta administrativa y cabo del Somatén, en un pueblo que vivía del monte y para el que el monte lo era todo.
Del libro LOS PROLEGÓMENOS DE LA TRAGEDIA (Historia menuda y minuciosa de las gentes de las Tierras Bañezanas -Valduerna, Valdería, Vegas del Tuerto y el Jamuz, La Cabrera, el Páramo y la Ribera del Órbigo- y de otras de la provincia, de 1808 a 1936), recientemente publicado en Ediciones del Lobo Sapiens) por José Cabañas González. (Más información en www.jiminiegos36.com)